I
Un brazo tras otro, una pierna tras otra, transportando a rastras su cuerpo herido por la arena abrasadora del desierto, Horacio García monologaba, vehemente, bajo un sol de justicia.
El desierto era extenso y absoluto como un dolor intenso e insoportable, como el brillo deslumbrante de cien mil soles, como la más rotunda negación de toda realidad o naturaleza al uso.
Y Horacio García monologaba, rabioso y medio muerto, a su manera, entre babas e inspiraciones, tragando y expulsando aire tórrido a bocanadas. Monologaba histriónico, lentamente espasmódico, arrastrándose como un gusano bajo un sol avasallante, para nadie. Monologaba a la tremenda (“ya que el momento presente no es más que un resumen de todos los errores y horrores del Tiempo Universal”, decía, por ejemplo) desenfundando y desparramando por doquier todos sus sistemas y teorías y heterodoxias, todas sus especulaciones y disquisiciones científicas y sociológicas (“¡que acaso el budismo terrorista sea la única ideología capaz de conciliar y sintetizar a los contrarios!”, gritaba, un suponer, “porque cualquier subnormal puede ser anarquista, pero exacto ¿exacto? ¡ni Dios!”) sobre lo humano y lo divino, sobre lo conceptual y lo prosaico. Monologaba, hablaba, pensaba, fehaciente, vehemente, a voz en grito, sí. Desde siempre le había perdido lo abstracto, su inclinación a elevar los hechos simples hasta sus categorías y englobamientos más complejos, su manía de enfrentar los raciocinios más sofisticados contra los datos y sucesos más nimios, a modo de método infaliblemente ridículo… ¡el patetismo de la ciencia! ¡las miserias de la teología! –solía decir él- ¿no? ¿no era así? ¿no había sido siempre así? ¿no iba a ser siempre así?... En fin, nada, monologaba, especulaba, pensaba, hablaba solo, en voz alta, como de habitual, tal cosa no era más que una costumbre tenazmente arraigada a su modus vivendi, un matiz determinante en su carácter difícil, una particularidad específicamente monstruosa de la idiosincrasia singular de Horacio García (Gómez), de su ser lingüístico ampuloso, calculador y porfiado... Y nada… nada lo iba a cambiar…De tal manera que ahora Horacio García Gómez, aún y pese a la gravedad de la situación terminal en que se hallaba, aún y pese a hallarse medio muerto y malherido y deshidratado bajo un sol homicida, reptando absurdo sobre la arena abrasadora del desierto, aún y así Horacio García todavía seguía pensando y monologando (¡aullando! ¡declamando!) de esa guisa, como si nunca hubiese aprendido nada, como si ninguna palabra de su acervo cultivado pudiese jamás traer la paz.
No obstante –concluyó, por un instante decisivo, deteniéndose, dejando reposar su mejilla sonrosada sobre la voluble arena- no obstante ahora no era momento para dárselas de listo, verdad, ni para resultar brillante a efectos discursivos o ergotistas o autoparódicos, etcétera (etcétera), así que Horacio García Gómez (el sabio escacharrado) deteniéndose por un tiempo indefinido sobre la camaleónica arena, sobre las luminiscencias amorfas del desierto, calló.
Calló: hizo, impuso el silencio a su alrededor, como en una suerte de expansión de círculos concéntricos, como inventando con una piedra un dibujo de ondas en un lago.
Calló, sí. No tenía sentido seguir proyectando exhaustivamente en el lenguaje lo que él daba en llamar, de manera íntima, el mapa-montaña-rusa de la realidad ¿no? más y cuando ahora la situación era extremadamente grave, sumamente desesperada, mortal de necesidad, sin lugar a dudas. Por lo que Horacio García calló, estableciendo en torno suyo un silencio progresivo, dejando quieta la boca, pasando a centrarse entonces, paulatinamente, en la sensibilidad específica de su cuerpo caído, en todas sus dolencias y afecciones anatómicas, urgentes, apremiantes, desde una perspectiva médica. Y bien, qué, se mirase como se mirase, objetiva o subjetivamente (y hay quien diría que realismo y solipsismo son al fin (¡al fin!) una y la misma cosa, a poco que se sepa ¡pensar!) se mirase como se mirase –insistimos- la situación era a todas luces horrorosa, agónica, infernal, capaz de desmoralizar y sumir en el horror al más feroz de los kamikazes, al más bizarro y denodado de los héroes… O sea: nada invitaba a batir palmas o a estallar de júbilo ¿no? no, ni en el más optimista de los balances, ni en el más subnormal de los masoquismos felices, no: Horacio García estaba mal, Horacio García estaba muy mal, le dolía todo (¡y sin morfina, como los guerreros!, ironizó, en una mueca dolorosa que le resquebrajó el rostro) le dolía todo, por todos lados, de todas las maneras, en sus cuatro (¿o eran cinco?) extremidades. Le dolía todo. Mucha pupa. Un frenesí de suplicios concomitantes, de la cabeza a los pies. Un siniestro total en el velocípedo averiado que ahora mismo él representaba…
No obstante tampoco ahora era el momento idóneo para registrar en una nota mental todo un inventario pormenorizado de sus afecciones y dolencias, “aunque podría tratarse de un material jugoso a efectos literarios” (pensó Horacio García, en un arranque de imaginación al que siguió su subsiguiente objeción dialéctica) más y cuando a efectos resultantes una anulaba a la otra, en una lucha sin cuartel de intensidades, en una puja de protagonismos en la que al final acababa por imponerse, dictatorial, la más atroz, la más bestia, en una suerte de “la ley del más fuerte” anatómica… no… estaba claro… en resumen: ¡las piernas! ¡joder! ¡las piernas! ¡mis putas piernas! ¡mis jodidas putas piernas!…
Sí, se podía decir, sin miedo a errar –concluyó Horacio García Gómez, definitivo, lapidario- se podía “aseverar” que quién se llevaba la palma en la catástrofe global, el clímax y punto culminante de todas sus incidencias corpóreas, de todos sus desastres anatómicos, se hallaba localizado –empíricamente- en las piernas, rotas malamente, fracturadas por seis o siete puntos distintos, en efecto (se las palpó, corroboró, ambas) sus piernas ahora absolutamente inútiles, totalmente incapaces, mero relleno de trapos en una marioneta sin hilos, mera laxitud tirada burdamente por el suelo amarillo…
Así pues, sin los medios locomotrices básicos, sin su maquinaria semoviente primaria ¿cómo saldría jamás de allí –pensó, por un instante alarmado, Horacio García- cómo lo haría para escapar de aquella fatalidad insoldable, de aquél desierto exagerado y prolongado hasta el infinito, por los cuatro puntos cardinales, por todos los universos del espanto paisajístico?¿eh? ¿cómo? ¿cómo lo haría jamás para regresar a su buhardilla de intelectual, a su vida rutinaria de estudioso e investigador, a seguir documentándose y escribiendo y elucubrando diariamente sobre “la matemática del azar”? ¿eh? ¿eh? ¿EH?...
No, no había, no habría manera, concluyó apesadumbrado Horacio García Gómez, cerrando los ojos dulcemente, en una ligera melodía resignada, abandonándose por un momento a una seca autocompasión, a una estoica autoestima. No, no habría nunca manera humana de salir de aquel desierto monstruoso, de aquella arena homicida, de aquel sol malvado y atormentante, corolario de un clima extremo y cruel… Nada: estaba en mitad de ninguna parte, en lo más agreste de la naturaleza yerma, en lo más inclemente de la geografía asesina, en condiciones letales, con las piernas rotas, sin agua, sin teléfono, sin servicio de correos, sin nada…
Así que, sin ir más lejos (¡sin ir más lejos!) aquí hallaré la muerte, se dijo para sí Horacio García Gómez, subsumiéndose por un instante en un humor patibulario, en una suerte de chiste literal de la frase hecha ... Aquí… aquí hallaré la muerte…(sin ir más lejos)… aquí: y no en una cama de hospital colmado de atenciones humanas y farmacológicas, conectado a máquinas divertidas, a chutes afrodisiacos de opiáceos y analgésicos…o plácidamente en el lecho de mi hogar, soñando el último sueño o asiendo la mano de mis seres queridos, o perros, o gatos, o botellas de güisqui, o libros, pensando acaso en mis últimas palabras (¿mierda? ¿chin-pón?) o en el cielo y el infierno prometidos, o en la reencarnación, o en el nirvana búdico… toda esa mierda mística… toda esa charlatanería mentirosa…todas esas ensoñaciones moribundas… no… será peor… será infinitamente peor… moriré solo, ignorado, inadvertido… moriré solo ¡en la inhumanidad hostil del desierto vacío! ¡en lo despoblado de la infinita soledad! ¡en la intemperie inclemente de todos los sadismos atmosféricos, de todos los tormentos cósmicos! ¡solo! ¡y sin siquiera la compañía póstuma de un chacal o un buitre carroñero que se alimente de mi cadáver, de mi carne, de mi sangre…! ¡o gusanos que se coman mis vísceras y mis glándulas y mis ojos! ¡no! ¡solo! ¡solo! ¡moriré solo!
Esto pensaba y decía nuestro Horacio de marras, en ráfagas bullentes y descontroladas, sin saber muy bien si sólo lo pensaba o si sólo lo decía, o si pensaba lo que decía o si decía lo que pensaba, o en qué proporción pensamiento y habla se correspondían formando discurso, hasta tal punto su voz interior y exterior se entremezclaban y entreveraban en una suerte de revoltijo heterogéneo, en un galimatías multidimensional desprovisto de toda exactitud objetiva…
Así que, pensando, diciendo todo esto, como fuese, Horacio García acabó por desembocar en el grito, sus recursos y resortes lo llevaron a él, a modo de conclusión desesperada, en una suerte de cortocircuito de funciones lógicas:
¡Socorro! ¡auxilio! –gritó- ¡socorro! ¡socorro! ¿hay alguien? ¿hay alguien? ¿hay alguien ahí?
Tales fueron sus palabras, catapultadas hacia el exterior precipitadamente, en una suerte de caos anímico manifiesto, como cuando una gota colma el vaso o un rascacielos se desploma de pronto, cansado de su verticalidad. Socorro, sí. ¡¡Socorro!! Casi que le sobresaltó el tono histérico de su voz, por norma general varonil, en la tesitura de barítono, que ahora, de pura desesperación, se revelaba afeminada y desagradablemente aguda, estridente, irritante, como aupada hacia un espanto irracional, dando lo peor de sí…
Sí. En fin. Se quedó sin resuello, acabó por callar, esperó reacciones. ¿Reacciones? Nada. No hubo respuesta alguna, ni la más mínima, ni siquiera un eco mortecino que advirtiese de ningún accidente geográfico en la lejanía, imperceptible a los sentidos pero no obstante deducible por el impacto y el rebote de las ondas físicas. No. Nada. Su voz se había perdido nada más salir de su garganta, una y otra vez, como cayendo hacia un vacío cada vez mayor, como profundizando en una indiferencia ignominiosa, en un silencio opaco que lo desintegraba todo.
Decidió serenarse, pues, a falta de algo mejor. Decidió serenarse. Abrazó el silencio. Retomó el autocontrol, haciendo acopio de todo su aplomo acostumbrado, de toda su capacidad racional para sobreponerse a las vicisitudes más amargas. Recordó la máxima budista: Si tu problema tiene solución ¿por qué te afliges? y si no tiene solución ¿por qué te afliges?... Sí, muy bien, muy bonito en teoría, pensó Horacio García, pero ahora dímelo a mí ¿eh? ¡dímelo a mí! ¡dímelo a mí!...
Aún y así, que no sea porque no lo intenté, masculló para sí, terco e insensato, nuestro Horacio García de marras, y de nuevo probó a ponerse en movimiento, como fuese, apoyando los antebrazos en el suelo a modo de palanca, haciendo con ellos toda la fuerza de que era capaz, propulsando entonces su cabeza hacia adelante, consiguiendo así, en una suerte de corcoveo, avanzar en cada lastimosa acometida un ¿medio metro? ¿30, 40, 60 centímetros?
¡Baah! ¡Ridículo… grotesco… inútil……! dijo para sí el sabio escacharrado (Horacio García Gómez) exasperándose y deteniéndose de nuevo sobre sí mismo, respirando ansiosamente toda su impotencia, toda su frustración mecánica, toda su imposibilidad animal para una proeza que se revelaba a todas luces inalcanzable.
Y todo por culpa de Lucía…
Le vino entonces a la cabeza (en una suerte de rebobine caleidoscópico, causal, pragmático) la conversación mantenida en el helicóptero con los Verdugos Sardónicos Funcionariales (¡los temibles VSF! ¡el último eslabón procedimental de los encabronamientos de la justicia delirante! ¡los putos, los demenciales VSF!) antes de ser arrojado al vacío sobre el desierto en un paracaídas agujereado, cochambroso, pura piltrafa deshilachada; un paracaídas que no era tal, en absoluto (aunque tampoco era exactamente "lo contrario") a modo de burla o broma vejatoria última, en una suerte de “ni te mato ni te dejo de matar” fáctico y funcionarial que exculpase de alguna manera simbólica a los autores materiales de una muerte segura, a corto o medio plazo…
Se puso a recordar, a flashes, a retazos, quién sabe, pensó, tal vez había en todo ello algo que se le escapaba, un sentido último de momento inaccesible pero que acaso de manera detectivesca pudiera ser elucidado ¿?; así que, tirando de licencias imaginativas, ahondando en los escenarios de su memoria reciente, Horacio García se puso a rememorar, a invocar, a revivir la charla, las vivencias, las sensaciones del helicóptero, la atmósfera opresora, el tono expresionista, los semblantes grises y serios de sus verdugos, el ruido rotor de las aspas giratorias sobre sus cabezas, el olor a ¿semen? que impregnaba el suelo pegajoso...
- La matemática del azar ¿eh?
- Bueno, en un principio fueron los fenómenos psicotrónicos… pero sí, últimamente era la matemática del azar…
- ¿Y?
- Nada. No he sacado nada en claro. Sólo una suerte de poesía mística de la inexactitud… apasionante, por otro lado…
- Oh, sí, claro, claro… qué interesante…
- Mucho
En un principio Horacio iba con las manos esposadas a la espalda, reclinado en una torsión forzosa, antinatural, bastante incómoda, con la carne de las muñecas magullada por el rozar lacerante del acero.
Luego sus guardianes (Tom y Jerry, le pareció que se llamaban) le aflojaron y le sacaron las esposas y le ofrecieron café y cigarrillos, de pronto corteses, caballerosos, amables, frenando todas las hostilidades y rudezas iniciales, llevando la situación a un plano de igualdad entre camaradas, a una suerte de empatía formal.
- Porque ésta será su última conversación ¿sabe usted?
- Y no quisiéramos que se sintiese maltratado
- Al contrario, más bien nos gustaría que guardase un recuerdo amable de nosotros
- Al fin y al cabo también tenemos nuestro corazoncito
- No somos tan malos
- Pero alguien tiene que hacer el trabajo sucio ¿no le parece?
- Después de todo la ley está para cumplirla
- Y usted no la cumplió
- Y la ley está para cumplirla
- Hasta sus últimas consecuencias ¿no le parece?…
- ¿Más café?
…
Y todo por culpa de Lucía.
II
Lucía y Horacio se habían conocido en una fiesta de disfraces privada y exclusiva, para eruditos y catedráticos y excéntricos variados y variopintos del mundo del Arte y de la Ciencia institucional. Él iba disfrazado de Ratón, ella de Payasa. Horacio en un principio no quería ir, se había mostrado absolutamente reticente y reacio al grotesco absurdo de los colorines y las máscaras (y las algarabías y los trajines, y los cuchicheos, y las palmadas en los hombros)... Además que odiaba el ruido y el gregarismo, insufribles para él, de natural apacible y solitario y “tres son multitud”, tal era su adagio. O sea que sólo a base de machacona insistencia Luis Manzano, su colega experto en sistemas simbólicos, había sido capaz de persuadirlo para que apareciese en la mascarada oficial...
- Porque piensa que tu simple presencia, sumada a la nuestra, puede redundar en un incremento de tus emolumentos, así como en un incremento de los emolumentos del gremio, en definitiva… y no está el percal como para desaprovechar oportunidades ni cortesías ¿eh? ¿no te parece? ¡pobres investigadores! Además que ¿qué te cuesta? Si no tienes que hacer nada. Nada. Sólo tendrás que presentarte disfrazado de cualquier cosa y estrechar la mano del consejero cuando se tercie, poco más. A lo sumo intercambiar ironías pedantes con tres o cuatro imbéciles ¿eh?… Pero ya está, nada más… No tendrás que hacer nada más… sólo figurar ¿comprendes? figurar ¡figurar!
Horacio se había dejado convencer. No le fascinaba la idea pero en fin, de vez en cuando había que sacrificarse un poco por el bien común, contingencias de la vida laboral adulta, pasa en las mejores familias.
Así pues había ido a la fiesta, disfrazado de Ratón. La fiesta había transcurrido con la normalidad esperable, en un deambular sosegado de disfraces más o menos elegantes o friquis, más o menos simples o sofisticados, al amparo de Debussy. El consejero, un tipo orondo disfrazado de oso panda, había estrechado todas las manos estrechables, en un despilfarre de política amiguista, sonriendo y fingiendo interés por todas las investigaciones abstrusas que financiaba su departamento: los fenómenos psicotrónicos, la matemática del azar, el por qué de los sistemas simbólicos, la música del silencio, el significado cero, la artisticidad del átomo, etcétera…
Cuando finalmente marchó (seguido de su reducido séquito de secuaces y aduladores) todos los investigadores y demás gentuza habían respirado aliviados. Ufff, qué bien, pensaron, ahora podían emborracharse en paz, sin hipocresías ni imposturas acartonadas, sin miedo a salidas de tono ni a disartrias. El tiempo siguió transcurriendo entre risas y barullos tenues, en una suerte de run-rún caprichoso y oscilante. Poco a poco el talante global se tornó algo etílico. Como en un contagio espiritual, se mirase por donde se mirase, todo el mundo bebía, dando paso al insaciable cosaco interior. En efecto, por todos lados los vasos se vaciaban y se llenaban una y otra vez. El servicio de bar no daba al abasto. Éste tiraba de vino blanco, aquélla de champany, el otro de vodka con limón. En cuanto a Horacio, Horacio había apostado por el whiskie, desde buen principio. Lo tomaba sobriamente repantigado en un sillón de cuero, calmo, tranquilo, sin dejar traslucir en su fisonomía nada más que indiferencia. Estaba bien así. Y bien, pensaba, ya que había venido, ¡ya que se había tomado la molestia! ¿eh? que no fuese en balde, al menos se iba a procurar una buena borrachera ¡subvencionada por el estado! ¡qué menos! una borrachera épica de las tres o cuatro que se permitía al mes... ok… Sí, estaba bien. Estaba bien así. Ya había estrechado la mano sudorosa del consejero, no tenía que hacer nada más. Nada. Nada más. Sólo beber. Beber… Bebía pues. Bebía y cada vez se hundía más en el cómodo sofá, poseído de una lucidez cálida y perezosa, de una imagen privilegiada del entorno inmediato y de sí mismo.
A las tres o cuatro copas Lucía se le había plantado delante, invadiendo ligeramente su espacio vital, apoyándose en el reposabrazos, blandiendo una sonrisa falsa de payasa sobre su verdadero estado de ánimo incognoscible. Se la veía azorada, como que quería decirle algo y no sabía qué. A Horacio le daba todo igual, no esperaba nada de nadie, no estaba especialmente sociable. No obstante fue educado y caballero y abrió fuego amistoso con Lucía, cordial, inaugurando diplomáticamente una toma de contacto.
- Hola Payasa. Cómo estás Payasa.
¿Afinidades? Coincidían en el whiskie. También en lo minimalista de su atuendo, mínima expresión de lo que pudiera ser un disfraz. Así, en el caso de Lucía la nariz roja de payasa y dos discretas líneas negras prolongando en una sonrisa cómica las comisuras de sus labios; en el caso de Horacio una diadema con dos orejas redondas de ratón (a lo Miqui Mouse) unos bigotillos tiesos pintados a lápiz y un rabo de medio metro enganchado con celo a su frac.
Entablaron diálogo, ya que estaban. La cosa en un principio fue algo tímida, algo entrecortada, en una sobreactuación de gentilezas y cumplidos. Luego había empezado a ir mejor, ganando en naturalidad, en empatía. Acabaron por follar esa misma noche, en casa de ella, lo cual fue una suerte de “aleluya” para Horacio, al que cotidianamente le bastaba con la masturbación, el narcisismo y un cierto “amor al arte” en sentido fuerte y científico (no diletante) para darse por satisfecho. O sea que todo lo que fuera más que eso le sabía a regalado. O a sobrenatural… O a milagro… O a Ciencia Ficción…
Baah, mierda, Lucía acabó por ser una arpía taimada y paranoica, medio yonqui, manipuladora, absolutamente egomaniaca e incapaz de amor alguno. Y ni siquiera era una belleza serena, voluptuosa, hartamente disfrutable, sino sólo una bonitez resultona y borracha, como mucho. Pero lo peor de todo no era eso, perdonable a fin de cuentas - acabó por pensar Horacio un buen día-… lo peor de todo era que Lucía no tenía alma, concluyó, ¡no! ¡no tenía alma! ¡la vampira! ¡la mala pécora! ¡no valía para nada la pena, la zorra! ¡si no tenía alma…! ¡nada de alma! ¡ni un atisbo de alma! ¡ni un rescoldo, ni una migaja de alma! ¡ni un ápice de cariño natural! ¡ni una milésima! ¡nada! ¡sólo arribismos y estrategias de manipulación! ¡sólo resentimientos y maledicencias! (la iba conociendo) ¡sólo bajezas morales e insensibilidades desvergonzadas! ¡y un sinfín de puñetas pueriles y tonterías, un compendio inagotable de inconsciencias maniacas…! En fin, cuanto más se le mostraba Lucía en su ser profundo más fea le parecía a Horacio. Y ya no estaba a gusto con ella. No. En absoluto. Cada vez menos. O sea que pese a que en una suerte de simbiosis rebuscada Lucía aún le fuese útil (al fin y al cabo le fregaba los platos, le barría el suelo, le hacía las lavadoras, le ordenaba los papeles, le planchaba las camisas (etcétera) y él a cambio sólo tenía que echarle un polvo glorioso e inspirado de vez en cuando) Horacio un buen día decidió cortar toda relación con ella. Por lo sano. Mejor solo que mal acompañado, a fin de cuentas.
- Lo siento mucho, Lucía, pero prefiero estar solo. Prefiero que no nos veamos más. Lo nuestro se acabó –le dijo.
Así era en efecto, ya estaba decidido. Se lo dijo un domingo a la tarde y Lucía acató la sentencia ipso facto, sin querer debatirla. No dijo nada, no expresó ningún sentimiento, sólo se acabó el café en dos tragos largos y en seguida salió de casa de Horacio, muy digna. Horacio aún la vio bajar las escaleras en ademanes sobrios, pausada, diciendo adiós con la mano, como una adulta. Cualquiera diría que no le afectaba en nada la resolución, la ruptura, el cese de las negociaciones carnales, pero no era así. No. Al quinto escalón descendente Lucía ya estaba tramando, rumiando, maquinando su venganza.
III
Decidió denunciarlo. ¿Qué se habían creído los hombres, que la podían engatusar y jugar con ella y usarla y abusarla como quisiesen, sin consecuencias? ¿con lo que ella se sacrificaba por ellos? ¿con lo que ella se negaba a sí misma para satisfacerles? Y menos este ser estrambótico y rocambolesco, este megalómano híper-racional, pura musicalidad poética, por momentos sensible hasta lo híper-delicado, por momentos duro y frío hasta la cristalina psicopatía idealista. Este raro sofisticado. Y no, ella prefería a los machitos vulgares, normales y corrientes, siempre había sido así, tales eran sus tendencias. En fin, qué le iba a hacer, era una simple animal, le gustaban los carácteres rudos, secos, acríticos, le gustaban los tipos que no dudaban, los que la abusaban sin dar explicaciones, los que le imponían groseramente la servidumbre, los expertos en control mental. Todos esos hijos de puta. Todos esos hijos de puta diletantes y abusadores previos a este cabrón disparatado. O sea que, siempre despechada, Lucía ahora se iba a vengar de todos ellos, desde el primero al último (se le habían meado en la cara, la habían abusado y sometido y humillado hasta el hartazgo, y cuanto más la abusaban y la sometían y la humillaban ella más los quería (la pobre imbécil) hasta que finalmente, por pura sensatez, tenía que romper con ellos…) se iba a vengar de todo el género masculino usando a Horacio García como chivo expiatorio, como excusa ejemplar… ¿Pero quién se creía que era? ¿supermán? ¿Qué se creía, que lo sabía todo? ¿y cómo había osado abandonarla? ¿cómo se había atrevido? ¿no se daba cuenta de lo especial que ella era ¡ella! Lucía Ruiz Sánchez? ¿ella que lloraba leyendo a Cortázar? ¿ella que subrayaba a Nietzsche y lo iba sintetizando en una glosa demente, en un tropel de garabatos ininteligibles? ¿ella que sabía de la existencia y del uso recurrente de la escala pentatónica? ¿eh?
Decidió denunciarlo, sí. Para ello tendría que mentir y calumniar, pero no le importaba. El fin justificaría los medios. ¿Pero cuál sería el fin? Podían ser varios. La primera idea de Lucía fue denunciarlo por violencia de género. Que era un maltratador, le diría a la policía, que le había hecho ¡Zas! ¡Zas! en plena jeta, como Ferdinand a Madelon en el Voyage au bout de la nuit… Pero bien, citar tal precedente literario ante un prosaico policía de a pie que con suerte sabría unas 500, como mucho 1000 palabras, acaso fuese pecar de optimista y rimbombante por su parte ¿no? pensó Lucía… O sea: ¿no la tomarían por loca? ¿por histérica? ¿por perturbada? ¿por desquiciada? ¿por maligna? Así que no, se respondió Lucía, no emplearía citas literarias en la denuncia, en el atestado, se remitiría más bien a los hechos simples, a los datos objetivos, una sarta de trolas calumniosas, por supuesto, una retahíla de mentiras repugnantes que ya iría inventando e improvisando sobre la marcha, pero en fin, sin duda eso sería más efectivo que la literatura… Así: que le había dado dos soberanas ostias, el cacho cabrón, le diría al agente, que le había arreado dos guantazos de aúpa, el subnormal, que le había partido la cara…Y bien, proseguía razonando Lucía ¿debería autolesionarse contundentemente para dar fe de ello? ¿presentarse en la comisaría con un exquisito ojo morado? ¿o una suculenta nariz rota? ¿o un interesante rasguño en la ceja? ¿o desdentada en dos incisivos y un premolar? No, no haría falta, concluyó Lucía, no haría falta, tal y como estaba de desproporcionada la ley (por otro lado necesaria) en seguida le darían la razón a ella y procederían contra Horacio, activando la maquinaria judicial, poniéndola en marcha en todos sus melismas y engranajes, en todos sus papelajos y documentos y estampas. No obstante, y qué -pensó, como ultimando y resolviendo una ecuación, Lucía- y qué, todo ello tampoco repercutiría en demasiado malestar para Horacio García Gómez, a lo sumo tres días en el calabozo hasta el juicio previo –sabía de tales diligencias- tres días como mucho (72 horas) hasta la vista oral en que, tratándose de él, dotado de una labia elevada como estaba, pudiendo ser a ratos brillante y emotivo y encantador, le creía muy capaz de persuadir, de demostrar a las autoridades judiciales que ella era en realidad una arpía miserable y paranoica, y que en su caso específico (de él) se estaba cometiendo un colosal atropello, un burdo atentado contra la decencia individual, absolutamente injusto…
Por lo que Lucía decidió picar más alto. Nada de pequeñeces. Nada de arbitrariedades judiciales. Nada de puniciones simbólicas, apercibimientos aleccionantes, revanchas celosas. No. Lo haría por la vía política, a la tremenda. Lo denunciaría a estamentos superiores, al tribunal del pensamiento.
IV
Se tenía que acordar una cita previa. La acordó. Presentar una instancia. La presentó. Adjuntar una fotocopia del DNI. La adjuntó. Exponer por escrito el asunto principal. Lo expuso. Resumir los motivos accidentales. Los resumió. Esperar resoluciones por correo certificado. Las esperó. Finalmente todo se estaba materializando, después de semanas de demoras y aplazamientos, y ahora Lucía era conducida por pasadizos laberínticos de las Cortes Provinciales por dos policías de élite vestidos de paisano. La llevaban agarrada del brazo, a paso ligero, sin dejarla que se fijara demasiado en los detalles ornamentales del entorno, los jarrones llenos de flores de plástico, los enormes cuadros abstractos de dudoso gusto, los bustos en bronce de personajes épicos del pretérito pluscuamperfecto. La llevaban. El camino elegido parecía no tener demasiada congruencia lógica. Así a veces subían escalones. A veces los bajaban. A veces torcían a la izquierda. A veces a la derecha. A veces enfilaban por largos corredores. Otras atravesaban puertas y más puertas y oficinas y más oficinas de funcionarios cabizbajos, ceñudos, obcecados en sus computadoras. Finalmente los dos agentes la acabaron por dejar frente a la puerta del despacho del comisario López. Que picase al timbre y esperase, le dijeron, que su cometido en lo que a ella respectaba había acabado.
Lucía esperó a que sus acompañantes se alejaran lo suficiente, se aclaró la voz en un carraspeo impostador y picó al timbre.
El comisario López la hizo pasar a lo poco, pulsando el botón del interfono. Que cerrase la puerta y se sentase, le dijo nada más verla aparecer en sus dominios, en un tono cavernoso, exigente, despótico. Lucía cerró la puerta y se sentó en una butaca verde (la única que había) recogiéndose la falda y cruzando las piernas. Nada más sentarse oteó el despacho, girando el cuello disimuladamente, de aquí para allá, en un radio de 180 grados. Lo examinó lo mejor que pudo. Se trataba de un despacho angosto y sin luz natural, iluminado desde ángulos caprichosos por flexos metálicos. El efecto resultante era perturbador. Lucía en seguida se sintió intimidada, instintivamente alerta, no del todo segura de lo que iba a hacer. Tenía miedo. ¿Por qué? Una suma de factores. Acaso fuese el olor a cerrado, o la angostura opresora del espacio, o la disposición de las luces, de cariz expresionista, unas luces que por un lado la deslumbraban a ella, que por otro le impedían ver la fisonomía del comisario tras la mesa; unas luces dolorosas que lo repartían todo desequilibradamente en un maniqueísmo siniestro, aquí focalizaciones exageradas, allá sombras deformes, dando al ambiente resultante un aire enrarecido de suspicacia, de misterio, de fiebre.
Los segundos pasaban en silencio, como moscas atraídas por la sangre, solemnes, tensos, embarazosos, y Lucía, por mucho que se esforzaba en escrutar y escudriñar la faz del comisario, no alcanzaba a ver nada más que una gran boca de dientes amarillos. Una gran boca que de pronto dijo:
- Y bien. Usted dirá.
Lucía volvió a aclararse la garganta. Contó hasta diez y entonces empezó a rajar toda su perorata calculada, todo su discurso ensayado una y otra vez delante del espejo del tocador de su casa, una frase tras otra. Comenzó sencilla, por una simple tesis… Comenzó diciendo que el tipo pensaba mal. Sí. Que pensaba mal, dijo. Mal. Y no como el “piensa mal y acertarás” del refranero (que al fin y al cabo nos previene de la inocencia y la candidez en un mundo de cretinos y prevaricadores hijos de puta, sabe usted, señor comisario, dijo Lucía) sino de una forma mucho más perversa, dijo. De una manera inaudita, temeraria, cuasi criminal, añadió. Sí. Que el interfecto se deslizaba por derroteros vertiginosos -prosiguió, por momentos lírica, estupenda, Lucía- derroteros vertiginosos sobre el abismo–abundó- que se elevaba hacia visiones apocalípticas, hacia peligrosas tomas de conciencia atrabiliarias, nihilistas poesías luctuosas… que abogaba por la destrucción, desde iluminaciones y parámetros drásticos, propagando por doquier una misantropía excéntrica, un escepticismo desmoralizante, una rabiosa lucidez vesánica, aristocrática, lo cual a la larga desembocaba en actitudes e ideas terroristas ¡actitudes e ideas terroristas! ¿sabe usted, señor comisario? ¡más allá de la política y la psicología global! ¡el tipejo! ¡contra el statu quo moral dominante! ¡contra todo! ¿comprende? y que así pues ella, Lucía Ruiz Sánchez, ella (¡ella!) suplicaba encarecidamente (¡encarecidamente!) que se tomasen medidas urgentes de represión contra el individuo aludido, ¡contra el chirriante personajillo puntiagudo! ¡contra tal demencial arquetipo! ¿sabe usted? ¡antes de que sea demasiado tarde! ¡antes de que empiece a sembrar en las mentes tiernas la semilla de la rebelión, de la insurrección, de la anarquía radical! ¿usted cree? ¡antes de que haga pensar mal a todo el mundo! ¡antes de que reviente y lo joda todo, por todos lados! ¡de que lo envíe todo a tomar por culo! ¡a la puta mierda! ¿comprende? ¿sabe usted, señor comisario?
Y que como prueba inculpadora y muestra de todo ello, a continuación le mostraba un poema satírico de Horacio García, un poema difundido y compartido y retuiteado ampliamente por el ciberespacio.
El comisario tomó en sus manos el papel que Lucía le tendía. Se quitó las gafas de sol (sólo en ese momento Lucía supo que las llevaba) y las dejó sobre la mesa. Lo empezó a leer.
- El presidente es un cerdo… -leyó en voz alta el comisario López- ajajá, no se está con chiquitas el cochino… no se anda con retruécanos ¿eh? jajá, altamente explícito, sin duda… sin duda…
Luego siguió leyendo para sí, musitando alguna que otra sílaba involuntaria de vez en cuando, frunciendo intermitentemente los labios en chasquidos que sonaban en el aire como el crepitar de un insecto en un hornillo camping-gas. El poema hacía así:
EL PRESIDENTE ES UN CERDO
La nada, la mascarada, la masa cansada, la castaña abrasada, la patata masacrada, la rata atragantada, las malvadas vacas payasas, las bárbaras salvajadas macabras a las tantas, las amargas patrañas, la barata charanga bastarda
El jefe, el pedestre hereje, el excelente perrete, el repelente percebe, el merengue de heces, el chef del tren emergente, el detergente del mes, el enclenque mequetrefe demente
Titi-chichi-pipi-pis, jipi-tripi-piripi-rip
Los potorros roñosos, los mondongos oblongos, los colosos morosos, los coños bobos, los pollos locos, los tontos sordos, los golosos mongolos, los fósforos rotos, los forofos frondosos (no todos), los cocos hondos, los jocosos ogros monos, los orondos gordos horrorosos
Gluglú cucú chukuchú cucurrucucú…
El comisario releyó el poema un par de veces antes de pronunciarse al particular.
- Y bien –dijo finalmente- y bien… no me hace falta saber nada más. Esto lo dice
todo. A buen entendedor…–el comisario López removió sus entrañas en un carraspeo monstruoso de magnitudes multiorgánicas, acabando por arrojar virulentamente un esputo rotundo contra la escupidera de metal- Esto, sí, ejem, esto lo dice todo... Y me lo quedo ¿eh? me quedo esta copia, me guardo este ejemplar del poema como prueba…Y… -por un momento, en una mueca involuntaria de desprecio, el comisario enseñó los dientes a Lucía, a la vez que golpeaba la mesa con el puño- …Y ya veremos lo que hacemos ¿eh? Ya veremos lo que se puede hacer con todo esto ¿vale? En cualquier caso ha hecho usted bien en ponerme al corriente…en avisarme… Sí, muy bien, muy bien… O sea que ya que estamos, en fin… ya que estamos habrá que abrir procedimientos, sumarios, actuar en proporción, en consecuencia, usted ya me entiende… sí, ejem, ya… ya se me ocurrirá algo. Y ahora márchese, señorita Lucía, márchese, haga el favor. No puedo dedicarle más tiempo.
Lucía salió aliviada del despacho, casi sonriente, sintiendo que estaba marcando un tanto triunfal a todos sus rivales atávicos, a todos los competidores del sexo opuesto que desde tiempos antediluvianos la habían anulado, aplastado, machacado, vejado, matado, desde sus primeros pasos en la vida. Jejé, se va a enterar este tontito, se va a enterar el intelectual ubicuo de los cojones, ¡se van a enterar todos! pensó llena de un contento maligno, Lucía, perversamente ilusionada por lo que –para ella- era una hazaña bélica. Sí, estaba realmente alegre. Muy alegre, incluso. Extremadamente alegre. No obstante la alegría le duró poco. Muy poco. En efecto, había salido tan inflada del despacho del comisario, tan etérea, tan alucinada, tan pletórica, que en seguida se perdió por corredores y oficinas y escaleras ascendentes y descendentes de las Cortes Provinciales, incapaz de encontrar la salida del inmueble monstruo, incapaz de recordar la trayectoria inversa a la que le había llevado al comisario López. ¿Y si caminase de espaldas?, pensó, por un momento inspirada, Lucía. Pero no, ya había andado y desandado muchos tramos inconscientemente, a lo tonto, a lo bobo, sin saber nunca dónde estaba, embrollando totalmente su trayectoria de regreso, por lo que ahora estaba bien perdida, totalmente. Y nada le sonaba, nada le recordaba a nada, como si lo viese todo por primera vez… En fin, definitivamente perdida, sí. Muy perdida, en efecto… Y no sólo perdida, sino que además le producía infinita vergüenza preguntar a los innumerables funcionarios y abogados y fiscales y policías que desfilaban ante ella, y con los que se cruzaba una y otra vez, que cómo se hacía para salir de allí (¡lo cual no hubiese sido tan difícil!) pero no ¡antes morir que preguntar a nadie! ¡antes pernoctar aquí que pedir ayuda! ¡o creerán que soy subnormal! ¡o me tomarán por una gilipollas tonta del culo! pensaba Lucía, llena de pundonor, de rabia, de amor propio. Por lo que se basó sólo en sí misma (y en nadie más) para fatigarse y desesperarse y atormentarse y extenuarse, pateando el edificio por todos lados, a diestro y siniestro, subiendo y bajando, en busca de alguna hipotética salida.
Finalmente, rayadísima, a las cuatro horas de deambular arriba y abajo, de adentrarse una y otra vez en claustrofobias morbosas, en espeluznantes ansiedades, Lucía encontró a un perro. Un perro vagabundo que campaba a sus anchas por todo el edificio, como amo y señor, de aquí para allá, feliz, pareciendo conocer todos sus secretos. Lucía decidió tomarlo como aliado. “Bonito, sácame de aquí”, le dijo acariciándolo, temblorosa. Luego lo dejó ir y lo siguió. Tras mear territorialmente en tres o cuatro esquinas descascarilladas el perro la acabó por llevar a la puerta de salida, listo que era, para volver enseguida sobre sus pasos, indiferente, ignorándola por completo. Uff. Ya en la calle Lucía respiró aliviada, ostensiblemente, como quien sale de una pecera mortal. Ufff. Estaba empapada de sudor, extenuada y agotada hasta límites grotescos, estresada y crispada hasta el borde del colapso cardiaco.
V
El vuelo descendente había sido irregular y multiforme. Por momentos parecía tener la esbeltez o la nobleza de un planeo de águila o de ala delta, en otros instantes Horacio García sentía más bien que caía burdamente como un saco de patatas en el hueco de una escalera, sin ton ni son, en un despropósito esperpéntico de la física, la aceleración y la ley de la gravedad.
Duró 20 segundos de cronómetro, exactamente, no obstante a Horacio, desde su subjetividad volátil, desde su tiempo interno, le pareció que la eternidad al completo desfilaba ante él, tan es así que en su caída fulminante pudo rememorar todos los eventos significativos de su vida (bautizos, comuniones, noviazgos, fornicios, premios, libros, éxtasis, conciertos, juergas) a la vez que cantar mentalmente, de principio a fin, dos canciones pegadizas y horteras del pop estatal.
Ya estaba por abordar la Sinfonía Concertante para violín y viola de Mozart, cuando el suelo del desierto se presentó ineluctable ante su repentino pánico, ante su vértigo sobreseído, como un enemigo insuperable, como un elemento matador, duro, en toda su solidez mortal.
- Noooooooooo – gritó Horacio, aterrado, a pocas milésimas del impacto, moviendo piernas y brazos en grandes aspavientos instintivos, tratando de postergar lo inevitable.
A partir de ahí perdió el conocimiento por completo, en una suerte de fundido en negro fílmico, sin saber siquiera qué sonido había producido la colisión de su cuerpo con el suelo (¿Batabum? ¿Plaf? ¿Chof? ¿Crash? ¿Bum? ¿Do? ¿Fa? ¿Sol sostenido? ¿Mi bemol?) en fin. Cuando lo recobró estaba seriamente herido, roto, perjudicado, despatarrado sobre la arena como un guiñapo asimétrico, envuelto a penas en su paracaídas irrisorio. Qué mal. Aún y así, aún y pese a que la coyuntura resultante no invitaba más que a la claudicación y al desaliento, al horror, a la desesperación, poco a poco, tratando de poner orden en el caos, Horacio García empezó como pudo a zafarse de las ligaduras de su paracaídas paródico, sacándose telas y remiendos de encima, destrabando nudos con los dientes, desajustándose cinturones y sujetadores.
No era tan fácil como pensaba. Y menos en sus condiciones actuales, disminuidas, lastimadas, precarias. Aunque tampoco imposible. Horacio García acabó por conseguirlo, en un lapso de tiempo no demasiado dilatado. Ya suelto entonces, ya libre de ataduras, Horacio suspiró satisfecho, pasándose la mano por la frente perlada de sudor. Ufff. Luego, tras pensarlo, decidió alejarse del lugar del aterrizaje traumático, avanzar lo más lejos posible en alguna dirección ¿en cuál? ¿cuál sería la correcta? Horacio no lo sabía, todas le parecían igual, idénticas en su vacío desalmado, en su fea homogeneidad monocorde. Pero mejor desplazarse que quedarse quieto, en cualquier caso, menos absurdo, aventuró, pensó para él. Así que, decidido, como pudo, penosamente, se puso a perseguir el infinito, en cualquier dirección, a rastras por la arena abrasadora, un brazo tras otro, una pierna tras otra, bajo un sol de justicia, pensando y declamando en voz alta todo lo que se le antojaba, todo lo que le venía a la cabeza, de cualquier manera (al fin y al cabo aquí ya nadie podía oírle, ni refutarle, ni objetarle, ni corregirle) blasfemando exuberantemente una y otra vez contra todo el sinsentido de la condición humana.
…
Ahora el sol caía trasponiendo el horizonte, dejando en el cielo vacío secuelas violetas y naranjas, escondiéndose poco a poco tras las dunas, y Horacio García, ya inmóvil como una piedra, exhausto, desfallecido, agonizaba despacio, sin palabras, a punto de morirse literalmente de sed. Un deseo exponencial de agua, una necesidad atosigante de líquido regenerador le reconcomía por dentro, crispando todas sus venas y mucosas resecas, retorciendo todos sus pensamientos y sensaciones aplatanadas en un grito mudo, en un alarido ya imposible. Qué mal. Y no había nada que hacer, ni nada que pensar –pensaba Horacio- ni nada que rezar, ni nada que cantar… y ya todo acababa de la peor manera, en una suerte de tumba infinita (¡el desierto caníbal!) en un desolador tormento cósmico para uno solo (¡yo! ¡yo soy el universo!)… y Horacio García ni siquiera tenía teléfono móvil con conexión a internet para preguntar a Google algunas cosas, consolándose así, in extremis, con el rigor de alguna respuesta científica, algún saber aséptico, alguna certeza final. Preguntas tipo:
¿Cuánto se tarda en morir en el desierto?
¿Qué se puede hacer en el desierto?
¿Hay esperanza en el desierto?
¿En qué desierto estoy?
No. Ni tampoco youtubes en que rememorar canciones o melodías cariñosas, a modo de ritual último, de laica extremaunción que le absolviese al fin (¡al fin!) de toda una vida de sinsabores y sublimaciones, esfuerzos y soledades, egolatrías e iconoclastias, una vida al margen de todo dedicada por completo (y brutalmente) a la ciencia.
¿Y por qué le había denunciado Lucía? ¿en serio quería matarlo, exterminarlo, aniquilarlo?-pensaba aún Horacio- ¿en serio quería dejarlo a merced de los caprichos sádicos y arbitrarios de los verdugos funcionariales, de la Policía del Pensamiento? ¿en serio que quería este fin para él? ¿tan mal? ¿tan horrible? ¿tanto lo odiaba? ¿tan mala era? ¿tan perversa? ¿tan cobarde? ¿tan loca estaba? ¿tan débil mental resultaba ser?
La vista se le nublaba por momentos a nuestro Horacio de marras, las fuerzas lo iban abandonando poco a poco, todo a su alrededor se oscurecía, una luna roja se había instalado en el cielo a modo de princesa macabra, reinando sobre la nada como una niña demente, como un ojo sin fin (relamiéndose goloso ante un cadáver por llegar) y ni siquiera la frescura de la noche aliviaba algo a Horacio; no, el fresco llegaba tarde, llegaba demasiado tarde, llegaba cuando él ya estaba destrozado y nada se podía hacer, cuando ya todo era irreversible y fatal, cuando los momentos y los hechos y las sensaciones no tenían por delante más futuro que el muro pétreo de la muerte…
- No obstante, coincidirá conmigo en que el estado le tiene en gran estima, al fin y al cabo le trata como a un enemigo poderoso, como a un potencial agente perturbador, a neutralizar y reducir lo antes posible ¿no es así?–le había dicho Tom, o Jerry, en el helicóptero, a voz en grito- ¿no? o sea ¡eso sí que es amor! ¡amor hasta la muerte! ¿no? ¡no como lo nuestro! ¡condenados para siempre a una mediocre subalternidad! ¡relegados a acatar órdenes! ¡meros instrumentos! ¡siempre en un segundo plano! ¡siempre maltratados! ¡nosotros! ¡sin voz ni voto ante los secretos y las grandes decisiones de los superiores, de los jefes, de los intendentes! ¿cierto? ¡mientras que usted… usted es todo un elemento! ¡todo un personaje! ¡todo un fenómeno! ¡digno de estudio! ¿no es verdad?….que piense que por ejemplo a los yonquis ramplones y a los roba-gallinas vulgares los degollamos sin más en un solar de un polígono industrial, o en un descampado a las afueras, sin miramientos, como a perros ¿comprende? ¡muertes traperas!... mientras que a usted… a usted se le trata con deferencia, con todos los honores ¡como a un rival dialéctico! ¡como al gran denigrador a acallar! ¡como al gran refutador que acaso nos diga la verdad... la verdad que no comprendemos… la verdad que jamás querremos comprender ¿comprende usted?... ! Y, vale, sí, lo matamos, lo vamos a matar, lo acabaremos matando, en efecto, pero no porque nos resulte indiferente ¡todo lo contrario! ¡sino porque lo amamos! ¡sí, lo amamos! ¡es más, lo amamos tanto (¡tanto!) que no escatimamos en recursos con usted! No… ¡todo! ¡todo es poco con usted! ¡informes exhaustivos, pesquisas omnímodas, rastreos informáticos, testimonios directos, árboles genealógicos, helicópteros de última generación, ejecuciones sumarísimas! ¿qué le parece? ¿eh? ¡todo es poco con usted! ¡que yo ni en la más atroz de las paranoias podría soñar algo de tal envergadura! ¿no es verdad? no obstante: ¡helo aquí! ¿comprende? ¡helo aquí! no se quejará ¿eh?...
¿Sí? ¿Así había sido el discurso de Tom, o de Jerry, mientras tomaban cafés y fumaban Marlboros en el helicóptero? -pensaba todavía en un goteo maltrecho de conciencia Horacio- ¿así? ¿o era más bien que él ya estaba delirando, alucinando, reventando por todas las costuras de su cuerpo y de su mente, dando alas a una imaginación calenturienta, a una verborrea moribunda y mixtificadora, tal vez? A saber. Como fuese daba igual. Daba igual si los verdugos habían sido lacónicos o facundos con él –pensaba aún Horacio, en jirones descompasados de memoria, en pinceladas veleidosas de raciocinio terminal- daba igual… daba igual si se habían mostrado más bien sucintos, más bien lenguaraces, más bien esquivos, más bien explícitos; o si eran feos o guapos… o si escuchaban… o si dejaban hablar… Nada, como fuese ahora ya todo acababa de la peor manera, borrado y suprimido frente a la “fuerza mayor” (¡la muerte!) contra la que todo resultaba estúpido, y lo único cierto es que Horacio moría, que iba a morir, que se estaba muriendo, pensase lo que pensase, sintiese lo que sintiese, sin más. Sí, iba a morir, moría. La matanza había sido retardada, pero no por ello menos letal. Los verdugos sabían trabajar. Los verdugos sabían trabajar (sabían trabajar) sabían trabajar al servicio de la mentira y del miedo, sometidos a los poderes fácticos de la depredadora estulticia global, lacayos serviles de la depravación totalitaria… igual que la lengua de Horacio, inflada, cuarteada, reseca, se precipitaba ahora hacia afuera, dolorosa, terminal, agonizante, tragando arena, retorciéndose como una serpiente en busca de agua, de un pezón, de una teta buena que mamar, que chupar, que lactar, que succionar, a muerte, para no morir, ¡para no morir!, porque aquí en estas latitudes locas la inocencia se paga básicamente con la vida (¡con la muerte! ¡con la pena capital!) en el mundo putrefacto de las flagrantes injusticias macroscópicas, en el circo antiartístico de los poderes feos, en el gran basurero político de las flores pisoteadas y los sueños rotos y los artistas suicidados y las putas asesinas del infierno y:
- Puerca cripto-fascista, feminazi asquerosa, rata repugnante, yonqui de mierda…
dijo aún Horacio, en una crispación póstuma. Y fueron sus últimas palabras. Tras ellas Horacio se desplomó del todo, como un pelele, hundiendo su cara en la arena, aflojando músculos y mandíbulas en un síncope final, perdiendo los 21 gramos de espíritu que dejaban ya de amarrarlo a la vida, dejándolo abajo, en el suelo, postrado, definitivamente muerto, cadáver, frente a lo inefable de la noche.
Así moría un tal Horacio García Gómez, en un desierto cualquiera, asesinado por Tom y Jerry, sin culpa, sin moraleja, por nada, justo en el mismo momento sincrónico en que, en otro punto del planeta, Lucía Ruiz Sánchez, totalmente borracha, mientras cruzaba torpemente la carretera comarcal para hacer un pis (tras un ágape copioso y descontrolado) era mortalmente arrollada por un camión. “Mudanzas El Pato”, fue lo último que alcanzó a leer.
Qué bonitas son las historias de amor…